¿Cómo te llamas?
Hace una semana, comentaba mi pena –más que sorpresa– al constatar que ningún alumno en el aula de la Universidad conocía la historia de Eva, ni la historia de Saray la Princesa, ni la de Hagar la esclava egipcia y la de Ismael, su hijo libre, padre de innumerables hijos aún esclavos. Y casi seguro que tampoco conocen la historia de Caín y Abel, y menos aun la de Jacob y Esaú, o la de Noemí y su nuera extranjera Ruth, o la de Tobías y su hijo Tobit y el buen ángel Rafael, o la de Daniel en el foso de los leones.
Ni siquiera la historia de María y José y de su hijo, un tal Jesús. Nombres, nombres. Si recorriéramos todos los archivos del mundo con todos los nombres, sería como recordar la historia universal desde la creación, o incluso desde antes. Y no cesaríamos de reír y de llorar.
Todos los nombres tienen su historia –o su mito, que es otra forma de decir lo real en forma de relato–, una historia con un pasado que es presente, con un presente que es futuro. No solo somos aquello que somos (y ¿quién sabe exactamente lo que somos?), sino también aquello que fuimos, y somos incluso aquello que seremos. Y tu nombre propio es ese lugar hecho de carne, tu propia carne, donde se dan cita el pasado que fuiste y el futuro que también eres en todos aquellos que llevarán tu nombre y seguirán tu estela.
Es una pena que nuestros jóvenes universitarios ignoren la historia de sus nombres, y no sepan remontar el curso de su vida, como un río, hacia sus fuentes, donde todos nos encontraríamos, al igual que las mujeres de la Biblia se encuentran junto a los pozos con sus futuros esposos. Todas las historias del pasado forman nuestra historia, tan plural y única, tan diversa e idéntica a la vez. Son historias como la nuestra, es más, son nuestra propia historia.
Pienso que todos los padres, al igual que buscan con cariño para sus hijos las frutas más saludables y los colegios más humanos, con el mismo cariño deberían buscar en los atlas, en las enciclopedias, en los libros sagrados y en todos los libros la historia de los nombres que pusieron a sus hijos, y enseñársela a la vez que las primeras palabras, y contársela desde niños al igual que los cuentos, para abrirles los ojos acerca de lo más atroz y de lo más bello.
Si tu hija se llama Ana, explícale que significa “Gracia” y cuéntale que, antes de que hubiera reyes en Israel, hubo una mujer que lloraba mucho porque se creía estéril, pero siguió confiando y concibió al profeta Samuel. Y que hubo otra Ana, profetisa ella, de la tribu de Aser, que a sus ochenta y cuatro años fue la primera persona que reconoció a Jesús como liberador, cosa que le llenó de tanta alegría que no pudo guardársela para sí. Y no importa que tus hijas o hijos no lleven esos bellos nombres bíblicos ni los nombres de tantas santas y santos cristianos. Todos los nombres y todas las historias son igualmente sagradas.
Naira, Nahia, Lara, Yadira, Aimar, Haritz, Hodei, Hibai… Si tu hijo se llama Haritz (que en vasco significa “roble”) u Hodei (“nube”) o Hibai (“río”), cuéntale que el río vuelve a la nube, a veces incluso antes de llegar al mar, y que cuando la nube llueve, el roble se alegra y que gracias a sus hojas todos podemos respirar, y que de lo más alto del roble, ya en febrero, la malviz anuncia la primavera. Y dile también que nadie todavía ha logrado explicar por qué canta la malviz en lo más alto de la rama y por qué, por el contrario, el zarcero se oculta en la espesura, siendo su canto tan brillante como es. (Por cierto, ya canta la malviz en el bosquecillo de Sansinenea, al lado de casa).
Tu hijo crecerá y es probable que algún día vaya a la Universidad. Me gustaría que nunca perdiera el deseo de preguntarse y saber más acerca de su nombre. Y que todas las ciencias y todos los saberes de la Universidad le ayudaran a satisfacer, es decir, a avivar ese deseo. Que todas las ciencias y los saberes todos fueran lo que siempre han sido: otras tantas maneras de sorprenderse y seguir preguntando, de mirar la realidad y admirarla, de cuidar la vida y de curar sus muchas heridas. Que la telemática, la nanoingenieria y la neurobiología no solo enseñaran cómo está hecha la materia, sino cómo eso que llamamos “materia” es en realidad misteriosa “mater” y “matriz” de eso que llamamos “espíritu”, que fluye en el agua, reverdece en el roble, canta en la malviz y cuenta historias en la boca de una madre.
Que todas las ciencias enseñaran no ya a dominar y explotar la naturaleza, sino a cuidarla en todas sus formas, una de las cuales somos nosotros, los seres humanos con nuestros nombres propios. Y que todas las ciencias, también por supuesto las prodigiosas matemáticas, tuvieran como primer objetivo enseñar a contemplar activamente y a cuidar contemplativamente el universo como inmensa comunión de relaciones desde el origen sin origen hasta el fin sin fin. ¿Para qué si no la Universidad, la universalidad de los saberes?
Perdóneseme una digresión. Edgar Morin, filósofo, sociólogo, sabio multidisciplinar (o transdisciplinar), ha señalado los siete objetivos fundamentales que ha de tener el saber en general y el saber universitario en particular: primero, curar la ceguera del conocimiento, ayudar a detectar y subsanar los errores de nuestras ideas y de nuestros mitos sobre el propio saber; segundo, garantizar el conocimiento pertinente, procurar una “inteligencia general” que nos permita guiarnos en el universo cada vez más inabarcable de la información que nos invade; en tercer lugar, enseñar la condición humana, nuestra triple condición de individuos, de sociedad y de ciudadanos del planeta global; en cuarto lugar, enseñar la condición terrenal, ese auténtico sentimiento de pertenencia a nuestra Tierra, nuestra última y primera patria; en quinto lugar, enfrentar las incertidumbres, educar para vivir serenamente en un mundo en el que la incertidumbre crece en la misma proporción que el saber; en sexto lugar, enseñar la comprensión y la tolerancia del otro, para formar juntos una vasta democracia planetaria y abierta; en séptimo lugar, enseñar una ética universal del género humano, más allá de la ética individual y más allá de la ética de un pueblo, una cultura, una religión (pero también, aunque no lo diga Edgar Morin, más allá de una ética centrada en el bien de la especie humana, pues resulta cada vez más palmario que no puede haber ética humana fuera de una ética ecológica cuyo criterio sea el máximo bien posible de todos los seres de la creación, desde el agua y el roble hasta la malviz y el humano).
Sólo un saber así nos capacitaría para responder a la pregunta más sencilla y primera: ¿cómo te llamas? Estos últimos años en la Universidad, a vueltas con Bolonia, nos han apremiado con guías de aprendizaje, competencias e indicadores, y así tendrá que ser. Pero creo que Edgar Morin estaría de acuerdo en que la principal competencia que la Universidad debe desarrollar, tanto en alumnos como también en profesores, es aquella que nos permita responder, de manera siempre fragmentaria y provisional, pero en nombre propio, a la pregunta por nuestro propio nombre.
El nombre que tenemos lo hemos recibido. La historia la hemos heredado. Pero a cada uno le toca hacerlo propio, restaurarlo y transmitirlo. A cada uno nos está destinado, como está escrito en el libro del Apocalipsis o Revelación, “un maná escondido y una piedrecita blanca con un nombre nuevo, que solo conoce el que lo recibe” (Ap 2,17). El maná me será obsequiado por el cielo, pero habré de buscarlo cada mañana en la intemperie. El nombre nuevo y único me será regalado, pero habré de esforzarme cada día en responder humildemente a la pregunta decisiva por mi propio ser y por el de todos los seres: ¿Cómo te llamas?
Para orar.
¿Quién?
(Luis Guitarra)
¿Quién escucha a quién cuando hay silencio?
¿Quién empuja a quién, si uno no anda?
¿Quién recibe más al darse un beso?
¿Quién nos puede dar lo que nos falta
¿Quién enseña a quién a ser sincero?
¿Quién se acerca a quién nos da la espalda?
¿Quién cuida de aquello que no es nuestro?
¿Quién devuelve a quién la confianza?
¿Quién libera a quién del sufrimiento?
¿Quién acoge a quién en esta casa?
¿Quién llena de luz cada momento?
¿Quién le da sentido a la Palabra?
¿Quién pinta de azul el Universo?
¿Quién con su paciencia nos abraza?
¿Quién quiere sumarse a lo pequeño?
¿Quién mantiene intacta la Esperanza?
¿Quién está más próximo a lo eterno:
el que pisa firme o el que no alcanza?
¿Quién se adentra al barrio más incierto
y tiende una mano a sus “crianzas”?
¿Quién elige a quién de compañero?
¿Quién sostiene a quién no tiene nada?
¿Quién se siente unido a lo imperfecto?
¿Quién no necesita de unas alas?
¿Quién empuja a quién, si uno no anda?
¿Quién recibe más al darse un beso?
¿Quién nos puede dar lo que nos falta
¿Quién enseña a quién a ser sincero?
¿Quién se acerca a quién nos da la espalda?
¿Quién cuida de aquello que no es nuestro?
¿Quién devuelve a quién la confianza?
¿Quién libera a quién del sufrimiento?
¿Quién acoge a quién en esta casa?
¿Quién llena de luz cada momento?
¿Quién le da sentido a la Palabra?
¿Quién pinta de azul el Universo?
¿Quién con su paciencia nos abraza?
¿Quién quiere sumarse a lo pequeño?
¿Quién mantiene intacta la Esperanza?
¿Quién está más próximo a lo eterno:
el que pisa firme o el que no alcanza?
¿Quién se adentra al barrio más incierto
y tiende una mano a sus “crianzas”?
¿Quién elige a quién de compañero?
¿Quién sostiene a quién no tiene nada?
¿Quién se siente unido a lo imperfecto?
¿Quién no necesita de unas alas?
http://blogs.periodistadigital.com/jose-arregi.php/2011/03/03/icomo-te-llamas-
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