El niño (la niña) de la Navidad
Nacimiento del templo de San Juan Bautista del Teul |
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Josep Cornellà y Canals
Ocurrió el día de Navidad, en un pequeño pueblo de la Cataluña central. Entré en la pequeña iglesia con el afán de descubrir románico y visitar belenes. Justo acababa la misa del mediodía. Mientras sonaban, armoniosas, las notas del "Adeste Fideles", una hilera de feligreses ocupaba el pasillo
central de la nave para ir a hacer la adoración del Niño Jesús. Me añadí. Es uno de esos actos del día de Navidad que aprendí de los abuelos y he querido transmitir a los hijos. No es que encuentre mucho sentido en besar a una figura de escayola, que representa al Niño Jesús que, con fisonomía de adulto, bendice a los que se acercan. Pero, por un día, uno anhela sentirse, también, pastor de Belén.
Cuando llegué al lugar de la adoración, quedé completamente sorprendido. En lugar de la figura de escayola, había un niño de carne y hueso, de unos tres
o cuatro meses de edad, en brazos de una orgullosa madre. A la derecha, el no menos ufano padre y, a la izquierda, el sonriente padre. Me acerqué y, siguiendo el ejemplo de los demás parroquianos, besé la mano de aquel niño que, curiosamente, no dejaba de sonreír.
No sé el porqué ese niño, para mí anónimo, ocupaba el lugar del Niño Jesús en aquel acto. No importa. Era un acierto que hiciéramos una reverencia, un beso de homenaje, a todo lo que significaba un tierno niño (por cierto, era una niña) que poco a poco iba abriendo los ojos al mundo. Recordé como Tagore dice que en todo niño que nace, Dios manifiesta que aún mantiene su esperanza en la humanidad. Y, por tanto, la inocencia de un niño siempre es
un motivo de alegría y una razón para el compromiso.
En ese pequeño pueblo de nuestra tierra se repetía la misma historia de la noche de Navidad. Y de hecho es la eterna historia de la humanidad: nace un niño, aparece un nuevo aliento de vida, y somos invitados a no tener miedo, alimentar la esperanza, a creer que no todo está perdido. Los pastores de Belén también sufrían los efectos de una crisis aguda. Pero, según dicen, al volver del pesebre de Belén, se sentían llenos de la alegría que nace de la confianza.
Hace unos días leía que Navidad es una fiesta difícil de celebrar. Quizás lo hemos complicado demasiado. Quizás la hemos sacralizado. Quizás la hemos sacado del contexto de nuestra vida de cada día. Quizás dejamos que los nuevos Herodes del consumismo hagan desaparecer la alegría de las cosas sencillas. Quizás basta con ser capaces de compartir la alegría por el nacimiento de un niño, de todos los niños del mundo. Y creer que la providencia de un Dios generoso o la misma fuerza de la historia, no ha perdido la esperanza en esta pobretona humanidad. Y, entonces, todo el mundo puede convertirse en un inmenso pesebre.
5 de enero de 2012
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