Administración de la desgracia


Javier Sicilia
A pesar del caos en que está sumido México –altos índices de criminalidad y desempleo; salarios bajos; inflación; devastación ecológica, cultural y educativa en nombre de intereses económicos, e indefensión ciudadana–, los gobiernos y los partidos carecen de una política clara para ordenar el país. A falta de ella, su tarea se ha reducido a disputarse el poder, las plazas políticas, el erario. Su accionar no se diferencia del de las mafias del crimen organizado, a no ser por su “legalidad” y sus métodos. 
Semejantes a esas mafias, los gobiernos y partidos no sólo se pelean entre sí, sino que también lo hacen dentro de sus propias facciones. A diferencia de ellas, no mutilan a otros ni arrojan sus cabezas cercenadas para aterrar a la población y desalentar al contrario. Sus métodos –hay que decirlo en su descargo– son refinados: 
Para cortar la cabeza a alguien bastan las relaciones con los grandes capitales, los medios de comunicación, el uso discrecional de las leyes, el rumor, la mentira, la fabricación de una reputación inmoral, la coacción y la construcción del miedo. El fin, sin embargo, es el mismo: destruir a los oponentes, enlodarlos, depurarlos del cuerpo político, desconcertar a la población y obtener el poder para administrar la desgracia. La política se ha ido convirtiendo lentamente en un negocio de altos costos. Esto se debe quizá a que el sentido político del gobierno perdió su objetivo fundamental.
Antiguamente, desprendida del concepto teológico de un Dios creador que gobernaba el mundo para conducirlo a un fin último, la política era la construcción de un gobierno ordenado por las leyes para el bien de los ciudadanos. Sin embargo, desde Hume y Adam Smith, el gobierno, bajo el modelo del libre mercado y su laisser faire –esa doctrina que defiende la completa libertad en la economía dentro de todos los ámbitos de la vida y la mínima intervención de los gobiernos–, rompió con las causas finales y las sustituyó por un orden producido por un juego azaroso en donde lo esencial no es tanto un proyecto político, sino la posibilidad de gestionar el desorden que el azar del libre mercado –ya sea legal o ilegal, como el de la droga– produce, y orientarlo para mantener el poder y sus ganancias. 
Aunque el gobierno y los partidos continúan pretendiendo un fin que está en el sentido mismo de la palabra “política” (el servicio al bien común), sus acciones, bajo el juego del libre mercado, producen “efectos colaterales” –ese término militar que Felipe Calderón ha puesto de moda–, efectos imprevistos o previstos en los detalles, pero en todo caso presupuestos. Dichos efectos no sólo son consecuencias de la guerra, sino también políticas públicas que, pretendiendo orientar el caos, siempre afectan de manera violenta a muchos sectores de la ciudadanía para beneficio del gobierno y sus intereses. 
De allí las luchas intestinas por el poder. De allí también que la voracidad y la saña con las que se expresa el crimen organizado en nuestro país funcionen como el espejo invertido de la voracidad y la saña con las que el gobierno se expresa y las luchas partidistas se desarrollan. Ambos mundos –el del crimen organizado y el de la política–, en su aparente antagonismo, lo único que hacen es gestionar el caos dentro del caos generado por el juego del mercado, y ganar a costa de la desgracia. 
Lo odioso de todo ello es que nuestros políticos, a diferencia de los criminales, se golpean y nos golpean con optimismo; enarbolan la bandera del amor y del servicio a la ciudadanía para evitar servir a las personas de carne y hueso que componen la sociedad; invocan el progreso para justificar los “efectos colaterales” de sus luchas y políticas y esquivar las cuestiones de los salarios, del empleo, la inflación, la inseguridad y la incultura; se yerguen ante los medios de comunicación para denostar y destruir al rival y decir que ellos son los poseedores de la clave que sacará al país del atolladero, siempre y cuando les concedamos administrar nuestras desgracias. 
Es así, en nombre de una política que perdió sus objetivos fundamentales, como nuestras clases gobernantes o que aspiran a gobernar han llegado a estar casi convencidas de que la política es eso: un puro negocio de la desgracia, una pura administración del caos nacido de “la mano invisible” que domina la libertad del mercado. Ella, que se sustenta en el sacrificio y el miedo que han infundido en las mayorías, nunca ha comprometido a ninguno de los que viven de ese negocio. Atrincherados en una ficción que confunde la libertad económica y su caos con el ejercicio político, son ellos los que en el fondo no sólo temen un cambio, sino a las verdades del sentido común que hace a los buenos gobiernos y que se basan en el límite al libre mercado y en esas cosas sencillas que están en la base de cualquier ética: la clarividencia, la humildad, la energía, el desinterés y el diálogo.
Este es el horror, esta es la perversión de la política que padecemos y que, de no reformarse, nos llevará a una sociedad en donde la administración de la violencia, es decir, de las formas más inusuales y atroces de la desgracia, serán la realidad de cada día.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.


Proceso, Nº 1774, 31 de octubre de 2010

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