La Navidad y la Iglesia
Acabamos de celebrar la Navidad –el misterio del abajamiento de Dios, de su renuncia a la omnipotencia y al poder– en circunstancias que la niegan. Debajo de los ritos, de los relatos que hablan de un Dios vuelto carne y contingencia en la presencia de un niño pobre que nació fuera de su casa, en una gruta; debajo de los villancicos y de las liturgias que celebran esa pobre humildad, se acumulan el silencio de 30 mil muertos víctimas del sueño del dinero, el grito desgarrado de miles de familias cercenadas, el chillido de hombres y mujeres que se disputan el poder y sólo tienen imaginación para la violencia, el alarde de la crueldad y la vileza de criminales y fuerzas del orden, y el miedo de una ciudadanía expoliada y olvidada.
La Iglesia, que custodia ese misterio y lo celebró en todos sus recintos, ha agregado al horror del país el encubrimiento fallido de sus sacerdotes pederastas, la defensa de la institución y de su moral sobre el sufrimiento de las víctimas, el insulto, la prepotencia, la corrupción y el cinismo de algunos de sus obispos, y el amor por el poder, la fuerza y el dinero de creyentes que se han sentado en los sitios de gobierno.
Nada, a no ser que el Niño de Belén está solo y abandonado a las fuerzas ciegas del poder, revela algo del sentido de la fiesta que acabamos de celebrar. Nada que no sea la negación de su revelación: El camino del hombre es el camino del límite, de lo pequeño, de lo pobre, de la renuncia a la fuerza, del acogimiento en la bondad de los otros.
¿Habría que decir entonces que, en el país que acaba de celebrar el misterio, la Iglesia que lo custodia pero que se reviste de poder es sólo eso: el rostro de su traición? ¿Habría que decir que la revelación de la Navidad, que muestra una imagen nueva y escandalosa del Todopoderoso –no la de una luz deslumbrante, sino la de una vela que debe ser protegida entre las manos; no la del trueno, terrible, destructor y hasta incomprensiblemente cruel, como la de los poderes del mundo, sino la de un niño pequeño, tierno, débil, inerme y necesitado–, es una mentira?
No lo creo. Los medios que, como se ha dicho, son un cuarto poder, retratan siempre la parte terrible de la realidad y, al colocarla diariamente en el centro de nuestra percepción, nos hacen tomarla como el todo.
La Iglesia en este sentido, y contrariamente a lo que los medios publicitan de ella, no es un orden administrativo, es decir, institucional como el del Estado –copia laica de la institución clerical–; tampoco es esa parte de la jerarquía que ha perdido el sentido de la piedad y de la caridad; ni un poder que dicta líneas de comportamiento, criminaliza a quienes se apartan de ellas y protege su institucionalidad a costa de los seres humanos; tampoco una fe que se declara, sino el cuerpo de ese niño nacido en la pobreza y en la intimidad de una cueva, el cuerpo de ese niño que fue acogido en medio del frío y que un día, cuando creció, dijo: “Allí donde dos o más estén reunidos en mi nombre (es decir, en el amor) estoy yo”; “No todo el que me diga Señor (es decir, no todo el que confiesa mi nombre) entrará en el reino de los cielos”; “Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos”; “El que le haya dado (de beber, de comer, de vestir y haya acogido) al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hizo”.
En este sentido habría que decir que la Iglesia está allí donde, como en la cueva de Belén, el acontecimiento permanece oscuro, cotidiano, simple, ajeno al poder y a los que duermen; ajeno incluso a una confesión de fe. Está, como lo fue ese niño, en las víctimas de los poderes y en quienes, lejos de la publicidad –crean o no en Dios–, se encuentran en las cabeceras de los agonizantes, al lado de los presos, de los despojados, de los inmigrantes, de los desesperados, de los abandonados. Está en los que, a riesgo de su vida, denuncian la injusticia, y solos, de cara a la verdad, se plantan frente a la violencia –sea la del crimen o la del Estado– para decir: “No”; en quienes, sin imaginar que transforman el mundo, comparten con otros lo aparentemente insignificante: el pan, una caricia, un consejo, una mirada. En síntesis, está en la mayor parte de nuestros actos más simples e intrascendentes para el poder.
Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, lo que hace posible la presencia del Niño de Belén es el arraigo a cuatro compromisos siempre difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe, la resistencia a aceptar la humillación de un ser humano, la conciencia de nuestros límites, y la renuncia al poder y al dinero, que nos abre al encuentro con el otro. Es allí donde la Iglesia se manifiesta; es allí en donde la celebración de la Navidad tiene su verdadero rostro. Ningún medio lo advierte porque, al igual que la Navidad, tiene lugar en el fondo de lo intrascendente, y sus protagonistas no tienen nada de qué alardear. Los hombres y las mujeres que trabajan por el poder, los hombres y las mujeres del provecho, los violentos, los poderosos, los criminales, los ricos, los saciados de sí, los que quieren imponerle algo a otros, ignoran, aunque lo celebren, que el Niño ha nacido y que en medio de la imbecilidad de los poderes del mundo, en el secreto de la noche, transforma al mundo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz. l
Proceso, Nº 1782, 26 de diciembre de 2010
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